miércoles, 5 de junio de 2013

Cous cous al patxarán

El otro día andaba por casa aburrida y me dije, ¿por qué no jugar con los fogones un poco, como a mi me gusta? Y así lo hice. Fui por la casa como si estuviera de compras: un paquete de cous-cous, un paquete de jamón, un paquete de tomates... Ah no, espera, es que con tantos paquetes me vengo arriba y no hay quién me pare... 
Un tomate, una lata de aceitunas y una rebanada de pan.
Y por supuesto, por si alguien lo dudaba, una botellita de Patxarán.

El mundo era mío. Miré el paquete de cous-cous con desprecio, y él me devolvió la mirada. Si, le había pintado ojos al cartón.

No tenía muy claro qué quería hacer, aparte de cous-cous, asi que lo primero que hice fue evaporar un poco de alcohol de patxarán, porque, aunque un cous-cous alcohólico no era una idea tan descabellada, no quería estar piripi desde las tres de la tarde. 

Y entonces miré a la rebanada de pan y me dije... "Diano, ¿te acuerdas de cuando hiciste la paella, que trataste de ponerla monísima con el aro del puzzle y te quedó una birria? ¿Qué tal si haces una tosta en forma de puzzle?" "Vaya, Diana, ésa es una idea magnífica." Y así lo hice. 
Esta vez, aunque el pan se resquebrajó un poco en los bordes, quedó un puzzle. Seh. ¡Misión cumplida! Una lágrima resbaló por mi mejilla, y la sequé (aunque quizá le habría dado un toque rico al cous-cous).

"¿Y si le añadimos tomate?", "Odio el tomate, y además no es nada nuevo", "¿Y si añadimos, entonces, piel de tomate?", "Vaya, me da el triple de asco, ¡pero es novedoso!". Qué bien me lo pasé cocinando conmigo misma...

Ay ay ay, de verdad que estaba rico el resultado. Y siempre digo: si disfrutas mientras lo haces, ¡te sabe el doble de bien! Y ahora si me disculpais, me voy a lidiar con el último escalón (espero) antes de mi gran salto de trampolín con bucle mortal delante, detrás y a un lado a la pata coja. Inspira, espira, inspira, ¡no expires!. ¡Buen día puzzleros!

domingo, 2 de junio de 2013

El affair con un muslo (de pollo)


El otro día abrí la nevera y me puse a llorar. Un limón verde con tiznas azules, un par de envoltorios con aroma a jamón, y una cuña de queso que suelo usar para calzar las puertas a la hora de ventilar la casa. Decidido: tenía que ir a comprar.


Cuando me pasé por la carnicería de mi querido Manolo y vi toda aquella oferta gastronómica, quedé aturdida, y en lugar de desmayarme ante la presión, me envalentoné. Vi un muslo de pollo, y fue mi perdición. 
Previa súplica de que le arrancara la piel (después de que un campilobacter coli, que suele tener chalets o pisos de lujo en la piel del pollo, arrasara mi sistema digestivo, soy bastante sensible a ella, y le he puesto una orden de alejamiento), me fui de la mano (o del muslito) de mi querido Pancho Cerezuela (asi le llamé), y llegamos a casa.
A los miembros amputados de un pollastre joven, hay que cuidarlos. Un buen zumo de naranja como baño, y un chorrete de patxarán para ahogar las penas. Y se nos fue de los muslos... Digo, de las manos. Entre tanta pasión alimenticia, el frío de la cámara y que había sido un amor a primera vista muslo-estómago, decidí alargar el crudo momento en el que nos separaríamos.

Ayer me despertó un aroma. Aroma a muerte. Era Pancho en semidescomposición. Maldita sea, ¿por qué me has abandonado?. Está bien, era demasiado tarde para culparnos de haber desperdiciado el tiempo... Ahí seguía Pancho, en pleno baño de naranja y patxarán cuando, sin pensarlo, le metí a los rayos uva. Al cabo de media hora, estaba crujiente, y había captado todo el sabor de las cerezas con que había adornado su féretro. 

Un homenaje, como si de una boda se tratase, con algo de arroz (añádase un diente como ofrenda (de ajo, puede ser)).

Pancho... Te echaré de menos... Pero, ¡qué bueno estabas, cabrón!