martes, 14 de junio de 2011

Los motivos por los que entré y salí de allí



Que nos os engañen los estados de FB que ponía por aquel entonces: el trabajo tenía sus cosas buenas.
Ahora que ha pasado el tiempo y se han curado las heridas, parecen más pros que contras, aunque en aquel momento no lo eran.

Eran las 2 de la tarde, y en medio de un servicio movidito, un camarero vino desesperado pidiendo canela en polvo. No la encontraba por ningún lado. Acudió a mi.

Subimos al almacén y busqué lo más rápido que pude para no dejar mi partida abandonada el suficiente tiempo como para que al volver me encontrase sin cacillos, sin cazos, sin inducción y sin partida.
"No hay canela molida. Hay ramas. ¿Quieres que te lo pase por la termo un poco para que puedas usarlo?"
"Joe, qué joven eres para ser la segunda, tía."
"¿La segunda?" Aquel chico acababa de abrir ante mi un camino inexplorado
"Si, tu eres la segunda de cocina, ¿no? Eres la única que siempre sabe todo..."

Lo triste del asunto es que así era. Alli donde todos los demás pasaban del tema, Diano era capaz de quedarse 14 horas seguidas para salvar el servicio de la noche.

El puesto que él nombró aun no existía, pero llegó el día en que fue necesario designarselo a alguien para continuar con el "buen" funcionamiento de la cocina.
La designada no fui yo, claro. Pero la razón fue lo más doloroso de todo. "Es que él es más mayor. Pero como tu eres la que más sabe, tendrás que ayudarle."

En aquel momento se me cayó el mundo al suelo. Me pasé horas llorando por semejante desplante.

No quería el puesto por el dinero, en absoluto... Solo esperaba que mi sudor y sangre fueran reconocidos. Nadie estuvo de acuerdo con la decisión, pero todos guardaron silencio.
Yo era la única que plantaba cara a los proveedores, la que sabía a quién había que llamar para pedir qué cosas, cuánto tardaban en llegar, cuándo libraba cada uno, cuántas reservas había en cada servicio... Yo sabía qué había en la cámara y qué no.
Aun después de dejarlo, y por supuesto, sin que el jefe de cocina se enterase, el segundo seguía llamándome en busca de ayuda.

En aquel momento claudiqué, no hay otra palabra para ello. Decidí que si habían sido capaces de darme semejante puñalada trapera, ése puesto no era para mi. No podía haber un segundo de cocina al cual yo tuviera que salvarle el culo a cada instante. No era justo.
De ahí degeneré cada vez más. Cada día iba más triste que el anterior. Cada día más hundida en la miseria. Cada día con menos ganas, con más asco.

Un mal día, una peor tarde... Me quemé la mano por completo asiendo una cazuela que había estado diez minutos a ese fuego infernal que recuerdo entre sudores fríos. Marqué el arroz, y mi mano para siempre.
Con lágrimas en los ojos, recuerdo haber ido al grifo y puesto mi mano bajo el chorro de agua helada. Quería cortarme la mano.

Y entonces llegó él. Y me dijo que estar apoyada en la encimera no era la actitud.
Los días que siguieron fueron cada vez más en picado. Solo quería marcharme de alli. Lo único que me sujetaba era mi contrato y, aun con la ruinosa organización que había, el estar en una cocina.
Alli yo me sentía como una reina en su trono, no hacía falta que nadie me lo dijese: ése era mi sitio. Pero no aquel en concreto, sino cualquier cocina.

Me llevó aparte y me preguntó porqué no quería seguir. Juro por Dios que me mordí hasta los pies con tal de aguantar el río de lágrimas que estaba por salir. Alli me lo explicó todo. Vi en él una persona diferente. Pero no me sirvió. Era tarde.

Cuando lo das todo y te miran por encima del hombro los que se supone deberían alagarte... Cuando cada paso supone una caída... ¿Merece la pena seguir?

Cuando entré alli, hoy lo digo publicamente, le hice una promesa a mi por entonces mejor amigo y a mi misma. Resistiría alli. Aguantaría carros y carretas para demostrar que nada podía separarme del camino que había elegido.
Una compañera, viendo lo que ocurría, cómo me zarandeaban de un lado a otro, y de ése al primero sin ningun tipo de piedad, me preguntó qué hacía alli. Porqué aguantaba todo aquello. Cuando la expliqué que me estaba probando a mi misma en pro de una promesa, me miró diferente. Me dijo que desde aquel momento me tenía en un altar.

Casi finalizado el juego, me di por vencida. Parecía no haber aprendido nada. Sin embargo, aquella noche, con un servicio de 100 a la espalda y mil bandejas de chipirones, mi jefe comenzó a gritar como un energúmeno porque intercambié una sonrisa con mi compañera de pastelería.
"¿Qué ostias te has creído? ¿Que esto es una barraca? ¡Cállate de una vez!"

Recuerdo mi mirada. La veo desde fuera de mi cuerpo, porque fue en ése momento y no en otro cuando me di cuenta de que lo había conseguido.
Estaba tranquila. Estaba más tranquila que nunca. Sus puñetazos en la mesa, su cara de perturbado, su mandibula desencajada mientras toda la cocina y parte de la sala admiraban el despliegue de alaridos, no consiguió que me inmutase. Le miré a los ojos.

En aquel momento supe que ya había aprendido mi lección y que, por tanto, no pintaba nada más allí.
Fue el momento en el que mi por entonces amigo madrileño vino a buscarme, y me marché con él a su ciudad natal. Lo que vi fue tan diferente, que decidí que el siguiente paso de mi camino, lo daría alli.

3 comentarios:

  1. muy bien Diano....y a partir de ese momento, o de ahora, que nada ni nadie te haga sentir que no vales..

    dejando el alma en tus escritos, ole!

    ResponderEliminar
  2. :) Sobre todo porque puede que no haga todo bien, pero al menos lo intento con las ganas que nadie más le pone al asunto, éso seguro :)

    ResponderEliminar